¿Qué me importa a mí que la nación
sea soberana, si el verdugo me da garrote?
Ángel Duarte
mientrastanto
1. Uno de los rasgos más perturbadores, para quien esto
firma, en la recuperación del republicanismo en el Reino de España es el
autismo de quienes intervenimos en ella atraídos por la capacidad emancipadora
que se intuye, potente, tras la fórmula republicana. Me refiero a las y los que
nos concebimos partícipes de un ejercicio de rehabilitación/reconstrucción que
tiene lugar desde los distintos campos de las ciencias sociales y humanas: de
la filosofía política a la historia social, pasando por la economía crítica. El
escaso diálogo que se registra entre aportaciones que corren en paralelo es
poco edificante; por no decir que, si aceptamos que el republicanismo está
interesado en la creación de terrenos de deliberación abierta, es muy poco
republicano.
Siempre he entendido que, al margen del lastre que comportan
las tradiciones académicas, gran parte de la responsabilidad en esta situación
de estrechez y discontinuidad en la comunicación deriva —lo
escribía en una nota anterior en este mismo boletín— de la dificultad de
recomponer los complejos mecanismos de transmisión intergeneracional de la
cultura política, de los valores, del estilo de vida republicano. Unos
mecanismos que el franquismo procuró, con éxito, liquidar. El hilo del
republicanismo plebeyo y democrático (el de la república obrera,
aquel que convivió y en no pocas ocasiones se entrelazó, en la experiencia
histórica concreta, con el republicanismo liberal y burgués) fue segado sin
contemplaciones, separado del depósito de materiales con los que contaban las
multitudes para ordenar sus experiencias. Me refiero, en concreto, a aquel
republicanismo que, por ejemplo, en 1870 ya expresaba, en un opúsculo del
socialista y algo jacobino Fernández Herrero, lo siguiente: “La ley del
progreso es ineludible; las castas privilegiadas probaron desde los primitivos
tiempos, y las mesocráticas luego, su falta de voluntad o de aptitud para
establecer el verdadero gobierno de la Igualdad y de la Justicia, y era llegado
el momento de que las clases proletarias, de que el Cuarto Estado, empuñando
valientemente la bandera federal, reclamara la participación que le corresponde
en la gestión de la cosa pública y procurara realizar sus legítimas
aspiraciones” [1]. Parece obvio, decía, que las autoridades del
Nuevo Régimen se detuvieron con mayor cólera, de manera más concluyente y
decidida, en el hilo de cromatismo más rojo, el que venía del Sexenio
Democrático y de antes, de los tiempos de los combates contra el liberalismo
postermidoriano, de todos los que componían la densa urdimbre del
republicanismo. Dicha liquidación, en lo que comportaba de disolución de las
continuidades que permiten a los proyectos de emancipación adecuar sus
respuestas a las modalidades emergentes de dominación y exclusión, estaría
detrás —no siendo la única explicación— tanto de esa incapacidad para el
diálogo teórico entre los distintos saberes académicos como,
en otro orden de cosas, de las problemáticas que, en paralelo y en no pocas
ocasiones, se detectan en la conexión, precisa, entre dichos ejercicios
teóricos y las prácticas de los movimientos sociales.
Acaso una de las maneras de proceder a recomponer los lazos
entre, pongamos por caso, filosofía política e historia, sociología y combate
ciudadano, pase —no sólo, pero también— por la reconstrucción de esos vínculos
mediante la evocación, contextualizada, de los valores que impulsaron a los
republicanos del Ochocientos. Al fin y al cabo, un punto de coincidencia, creo
que axiomático y nada menor, entre los analistas del republicanismo es el
reconocimiento de que dicha tradición no se mueve en el plano de las teorías
ideales; que no es ahistórica. Si ello es así no puede resultar estéril saber
cómo se pensó la república en otros contextos y en otros momentos.
Veamos un caso. En absoluto al azar.
2. En el Madrid de 1870, habiendo pasado la euforia inicial
desencadenada por la revolución y hallándose el país inmerso en un conjunto de
combates políticos y sociales en los que participaba de manera relevante el
movimiento republicano y a los que no sería ajeno la irrupción del internacionalismo
obrero, aparecía, con la ambición de facilitar un cuerpo de doctrina que
abordase los más diversos terrenos de confrontación con otras culturas
políticas, el Anuario Republicano Federal. La obra, como reconocía
Roque Barcia, el prologuista y coautor junto a Fernández Herrero de una Historia
de las germanías de Valencia, era: “un compendio de todos los
descubrimientos, de todos los progresos y adelantos en artes, ciencias e
industria”. Los colaboradores del Anuario eran republicanos de
primera hora, veteranos de las luchas democráticas y “distinguidos escritores”;
aunque no faltaban “los nombres de varios jóvenes, esperanza y gloria de la
prensa republicana federal” [2]. A fin de cuentas el republicanismo
federal aspiraba a convertirse en la puerta de entrada a la vida pública, y a
la subsiguiente dinámica de movilidad social ascendente, para una nueva hornada
de jóvenes con ambiciones literarias y políticas; la vanguardia intelectual de
un pueblo que se habría puesto en marcha hacia horizontes inéditos de
democracia política y progreso social.
El mismo Barcia, un hombre que en su trayectoria vital
encarnará como pocos las contradicciones facilitadas por el pasar de los días y
por la dualidad de fondo de la cultura política republicana decimonónica, será
el encargado de reflexionar, en el Anuario, a propósito del
concepto de libertad y de soberanía nacional. En un contexto presidido por el
deslinde de campos dentro del liberalismo, el artículo de Barcia intenta
singularizar la democracia republicana y federal al sostener que la libertad no
debería ser, para aquella, un objetivo en sí mismo, sino el instrumento con el
cual establecer un modelo de sociedad radicalmente novedoso. Este argumento,
muy caro al republicanismo popular, era particularmente adecuado en el momento
en que, como indicábamos, la nación entraba, desde los últimos meses de 1868,
en una situación de marcada liberalización y de extensión de los derechos
ciudadanos. La transición podía limitarse al terreno de las libertades
políticas, sin alcanzar el registro de los derechos civiles y sociales. Había
antecedentes. Barcia denunciaba el entusiasmo generado alrededor del vocablo
libertad —un entusiasmo meramente nominal— mediante una argumentación que evoca
los interrogantes que sobre la utilidad de la libertad se formularon, antes y
después de esa fecha, los grandes revolucionarios de la contemporaneidad:
“Se nos habla de libertad. Todo el mundo grita: ¡Viva la libertad! Esto
es muy bueno; pero no basta cuando esa libertad no se aplica, cuando de esa
libertad no se saca un sistema, cuando no se crean intereses a esa libertad,
cuando la libertad no hace a los hombres cultos, buenos y ricos; cuando la libertad no hace a los hombres libres, la libertad es un agregado de
sílabas, un nombre, un sonido, y sílaba por sílaba, sonido por sonido, nombre
por nombre, tanto vale el nombre de libertad, como el nombre de esclavitud”.
La libertad, en rigor, sólo puede hacer a los seres humanos
libres si les garantiza la existencia, autónoma y plena. La historia del
liberalismo español muestra, para Barcia, la vacuidad de las fórmulas
retóricas. El sentido hueco de las palabras le llevan a reclamar un “Menos
hablar y más hacer. Menos brindis y más reformas”. Que de las palabras haya
sido imposible pasar a la plenitud de los hechos tiene grandes
responsabilidades el propio pueblo español. Un pueblo impresionable al que,
liberándosele de las cadenas que le atan, se le anula la voluntad
revolucionaria. En una clara alusión a lo acaecido a lo largo de 1869 Barcia
asegura:
“Sufrimos años y más años de un despotismo insoportable; viene luego un
discurso, una música, una bandera, un arco de triunfo, una inscripción, un
banquete, un brindis, un himno de Riego, unos cuantos vivas a la libertad, y ya nos parece
que hemos llegado al fin del viaje”.
Barcia incide en un segundo aspecto, en absoluto menor. En
esos años del Sexenio se procedió, en ciertos ámbitos de la democracia
avanzada, a la progresiva superación del tabú liberal de la soberanía nacional.
Desde una perspectiva emparentada con la pulsión libertaria, y en cualquier
caso respondiendo a una visión nada esencialista del cuerpo político de la
nación, Barcia recordaba que en nombre de dicha nación —una u otra— individuos
concretos habían sufrido opresión y vejámenes:
“Bajo el imperio de la soberanía
nacional fueron los hombres a presidio porque explotaban la sal y
el tabaco. Bajo el imperio de la soberanía
nacional fueron prohibidos muchos libros por la tiranía de un
gobernador, privando a sus autores del derecho de parecer ante el jurado. Bajo
el imperio de la soberanía
nacional se restableció la contribución de consumos en 1854 y en
1868. Bajo el imperio de lasoberanía
nacional fueron bombardeadas Barcelona y Sevilla. Bajo el imperio
de lasoberanía nacional subieron
muchos españoles las gradas infames del patíbulo. La nación era soberana, y el individuo nacional era ajusticiado. Era soberana la madre, y el hijo
moría a manos del verdugo. No tenemos bastante con esa clase de soberanía; una soberanía que
bombardea, que confisca, que infama, que ahorca. No tenemos bastante con la soberanía del bombardeo, del
fisco y del garrote”.
¿Qué es, según Barcia, lo que el republicanismo federal debe
procurar? Qué es a lo que debe atender? No exactamente a la soberanía de la
nación. Éste puede ser el objetivo, la finalidad, del liberalismo:
“la soberanía de la humanidad, la soberanía de la criatura, la soberanía
del ser, la soberanía de todos”.
Las cursivas, el énfasis, las pone Barcia. Porque, al fin y
al cabo, en tanto que sujeto oprimido, excluido, situado en los márgenes
exteriores, o inferiores, del orden social puede preguntarse con razón —a no
ser que ésta le sea anulada por la pasión nacional—…
“¿Qué me importa a mí que la nación sea soberana, si el verdugo me da
garrote? ¿Qué me importa a mí que la nación viva en la gloria, cuando yo vivo
en el infierno? ¿Qué me importa a mí que la nación sea libre, cuando yo llevo
en mi corazón el dolor inmenso del esclavo?”.
Si a estas alturas de la nota el lector me permite un excurso
advertiré que en Barcia, a diferencia por ejemplo de lo que ocurre en la obra y
acción de Francisco Pi y Margall, hay una débil caracterización de los grupos y
clases sociales sujetos a dominación. Pi no elude la centralidad, en este orden
de problemas, al trabajo asalariado y a la condición jornalera. Barcia lo
resuelve, por el contrario, introduciendo el más genérico, aunque eso sí,
plenamente republicano, concepto de esclavo y esclavitud.
En cualquier caso, y retomando el hilo conductor de la
argumentación barciana, no es que los seres humanos no se sientan libres;
es que no son libres. No es un problema psicológico, sino una
traba de orden institucional. La soberanía nacional en sus concreciones
históricas e institucionales no ha sido, en la España del siglo XIX, el
fundamento que haya garantizado a los connacionales una existencia social
autónoma; no ha impedido las interferencias a esa existencia por parte de
terceros; no ha llevado a las instituciones a obrar en beneficio de ese derecho
básico y elemental, precondición de la libertad, que es el de la existencia
autónoma. De ahí, tanto como de un elemento de filosofía política federal, que
se haga un salto hacia escenarios más amplios, extensos. Es la felicidad, la
soberanía y la libertad de todos y cada uno de los individuos que componen la
humanidad —hasta el punto de liquidar la condición colectiva de esclavo—
aquello que han de procurar los procesos revolucionarios. Como republicano
federal, y veterano de los combates políticos en España, piensa en la
construcción de la democracia contra la soberanía nacional
liberal. Quedarse con la soberanía de la nación era quedarse a mitad de camino [3].
En ocasiones, ni eso.
3. ¿República? ¿Repúblicas? A la manera de Barcia —en esa ocasión—,
la que permita que la libertad forje seres humanos libres. Aquella(s) que
constituya un proyecto, y un marco, de emancipación colectiva, que facilite el
crecimiento y la profundización de la democracia en el tejido social, que eluda
el riesgo de marchitarse por la deriva tan conocida —en tantas y tantas
repúblicas realmente existentes— de la cancelación de la presencia ciudadana y
de la subsiguiente oligarquización de sus mecanismos de toma de decisión. La
más predispuesta a pensar en el contenido de un orden social igualitario en un
contexto de inexorable decrecimiento que, para no situarnos en el horizonte
inmediato de la barbarie, debería ser equitativo y razonable; socialista en
suma. La república como utopía incluso antes que como entramado institucional.
Acaso la que contenga menos nación y ningún verdugo (o casi). Como, atendiendo
a las circunstancias del momento, ya fue dicho en 1870.
Notas
[1] El
federalismo. Organización, resoluciones y conducta del partido, según el
manifiesto de la Asamblea Federal…, por Manuel Fernández Herrero. Madrid, Imp.
de la viuda e hijos de M. Álvarez, 1870, p. 11.
[2] Véase
R. BARCIA, "Prólogo, cuatro palabras al lector", en Anuario
Republicano Federal, J. Castro y Compañía, Editores. Administración. Plaza de
la Cebada, número 11. Madrid 1870, pp. 5-8.
[3] R.
BARCIA, “Soberanía nacional”, en Anuario Republicano Federal, pp. 89-93.
[Ángel Duarte es catedrático de Historia Contemporánea de la
Universidad de Girona y autor de importantes libros sobre la historia del
republicanismo en España, entre los cuales El
republicanismo (Cátedra, 2013)]
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